En la frontera con Haití se vive una locura migratoria ilegal

En la frontera con Haití se vive una locura migratoria ilegal

Mi reciente viaje de cinco días al límite fronterizo con Haití permitió, nueva vez, poner al desnudo las versiones torcidas que siempre dan cuenta de una vida normal aquí, controles del ilegal torrente migratorio, armonía y una vida entretenida.

Dicho y reiterado así, la frontera es, para el grueso de los dominicanos que jamás han llegado hasta estas tierras depauperadas, un «remanso de concordia».

Pero no es así, porque los grupos sociales que habitan en nuestros pueblos fronterizos sufren marginalidad, falta de trabajo y viviendas óptimas, bajo nivel de cultivo de sus tierras fértiles y carestía de servicios elementales para vivir y desarrollarse, así como escasas posibilidades de alcanzar la solución de estos obstáculos.

El recorrido se desarrolló a través de una angosta carretera con muchos atajos, sendas de camino secundarias muy peligrosas, en parte muy inferior a un camino vecinal, con hoyos y lodazales, siempre bordeando peligrosos precipicios.

Mientras nos desplazábamos a través de estos lejanos espacios, las tierras de Haití, casi dándose la mano con los predios dominicanos, se desvanecían al ruedo de la unidad de transporte, desapareciendo de la vista, poco a poco, y disgregando sus partes.

Todo empezó en Jimani y concluyó en Dajabón, saltando tortuosos tramos en una extensión de más de 223 kilómetros y casi cinco horas de viaje.

Durante el trayecto no fueron vistas patrullas de fuerzas militares. Solo fueron visibles aquellas apostadas en fortalezas, en garitas de observación y controles levantados estratégicamente en colinas, y otras al lado de la carretera.

ESTÁN EN TODAS PARTES

Mientras, los haitianos estaban en todas partes. Entraban del lado dominicano y penetraban hasta los bosques, cortaban leña para carbón de cocina y luego regresaban, sin problemas, a su territorio.

Niñas y adolescentes haitianas salían a la carretera a proponer sexo y pedir comida. La más desgarradora escena fue de una pequeña de no más de siete años que, a orilla de la carretera, insinuaba propuestas de relaciones, mientras a poco distancia sus padres, ocultos detrás de una casucha al borde del camino, les daban orientaciones a través de gestos.

La vida en la frontera es un infierno que apenas comienza en el corredor árido, empinado y curvo de las montañas, porque entrando ya a los poblados habitados, las marcas de la vida miserable de la gente no necesitan de máscaras.

Si la versión proviene de una fuente del poder, todo estará normal en la frontera, y si la difunde un medio atado al poder, la vida aquí no pasaría de un «estado de calma».

Pero echando ambos casos a un lado, el trabajo comprometido con la verdad desentierra las desgracias que sufren miles de familias dominicanas sometidas a retos y amenazas de su existencia espiritual y física, en estos tiempos de locura migratoria ilegal.

Lo más destacado fue haber comprobado que, aunque la frontera tiene presencia militar, el cruce de haitianos no sólo continúa, sino que sigue aumentando.

Y que la prostitución de haitianas se practica con libertad en los parques de recreación, en callejones, montes, burdeles y hasta en el interior de vehículos. Y es practicada por menores, adolescentes y veteranas, muchas de estas enfermas, con VIH, sífilis, tuberculosis, según reveló una vacunadora al servicio de Salud Pública en Elías Piña.

Convine con mi equipo de trabajo, compuesto de tres, para una visita al parque de Elías Pina, y comprobar lo que ya sabíamos sobre el caso de la prostitución. Llegamos pasadas las 10:00 de la noche del pasado miércoles y allí estaban. Unas sentadas en bancos y otras chequeando en las aceras. Allí nos dieron precio para el «negocio».

Lo que pedían, negociando el tiempo, seguro apenas les serviría para comer.

Fingiendo a extremo para no despertar sospechas, montamos el pretexto de regresar pronto, partiendo como bólidos de ese lugar.

Los haitianos, hombres y mujeres, se involucran en la venta de drogas y ron adulterado; participan en robos y asaltos, violan y cometen crímenes. Tienen el control del servicio de motoconcho y han convertido muchas calles de estos pueblos en vías caóticas.

Defecan y orinan donde escogen. Gritan y se pelean y continuamente hacen escándalos en los espacios públicos. La mendicidad es patente en estos confines. En Dajabón hay muchos drogadictos, pedigüeños y rateros que perturban durante día y noche, aunque igual ocurre en Jimaní y Elías Piña.

Un caso que llamó mucho la atención fue que en Jimaní y Elías Pina jamás fue visto un agente de policía haciendo servicio en las calles.

Solo los militares eran vistos moverse en unidades y parando a haitianos para requisarlos.

Así está la real frontera terrestre con Haití.

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