Trump hace lo que no pudo la Izquierda 

Trump hace lo que no pudo la Izquierda 

Durante décadas, la izquierda denunció con vehemencia los abusos del capitalismo salvaje, las grietas de la democracia, la deslocalización industrial, la pérdida de soberanía nacional y la creciente concentración del poder económico —sembrando miseria—, en manos de élites transnacionales 

Sin embargo, fue incapaz de romper con ese sistema.

Se acomodó. Se volvió burocrática y globalista. Aliada —aunque lo niegue— y, subvencionada por fundaciones de corporaciones que decía combatir.

“Las revoluciones pierden el alma cuando cambian la rabia del pueblo por el aplauso de los salones”, escribió alguna vez un pensador sin nombre, pero con razón.

Dada la acomodación de la izquierda, entra al escenario político Donald Trump, Magnate, conservador y nacionalista… -Y paradójicamente-, el ariete que ha golpeado con fuerza el orden globalista que la izquierda criticaba.

Trump atacó los tratados de libre comercio que destruyeron empleos industriales y rompieron fronteras. Denunció la sumisión a organismos multilaterales que vaciaron de poder a los Estados. Revalorizó el concepto de nación, soberanía, seguridad ciudadana y libertad de credos.

¿No eran esas las banderas de una izquierda revolucionaria?

“El que antes gritaba contra el sistema, hoy defiende su engranaje desde una cátedra”, diría el rebelde si viviera.

Mientras la “izquierda moderna» se debate en guerras culturales, “Identitarismo Woke o Progress» y una dependencia patológica del lenguaje inclusivo, Trump, con su torpeza retórica, pero claridad de propósito, ha tocado los pilares reales del poder: el financiero, geopolítico y militar.

Lo que resulta aún más desconcertante es cómo el populismo de derecha liderado por Trump ha tocado fibras que antes movilizaban a las masas trabajadoras bajo banderas socialistas.

La denuncia de la clase política corrupta, el rechazo al poder de las grandes tecnológicas, medios de comunicaciones, crítica frontal al intervencionismo o las guerras —complejo industrial-militar estadounidense—, que bien caro le sale al mundo, defensa al trabajador nacional frente al inmigrante explotado… son ejes que la izquierda abandonó.

“Las causas del pueblo no necesitan buenos modales, sino valentía,” una noche anotó insomnio.

La izquierda del siglo XXI se volvió confabulada, elitista, academicista, de universidades, excesivamente teórica.

Perdió el contacto con los gremios, con los obreros, el campesino, con la familia común: conspirando para destruirla.

En su lugar, abrazó causas culturales abstractas y ajenas al sentir popular. Se petrificó como el “gran salto adelante” donde murieron millones por hambre, torturas, persecuciones, trabajos forzados y degradación humana.

Sodomizada la izquierda defendió ese genocidio, y no tolerò analítica valorativa de rectificación para volver a su origen.

Mientras tanto, Trump; con todo su ruido, conectó con la cocinera y el hombre común.

Habló su lenguaje, compartió su enojo, y le prometió devolverle el país.

Algo que la izquierda no hizo.

Ahora la élite globalista, y su aliada del “progresismo”, no perdonan a Trump. Y lo que no perdonan. No es su estilo, ni sus escándalos, ni su lenguaje rudo.

Lo que no les perdonan es haber despertado el sentimiento de soberanía en millones de ciudadanos que ya habían sido adoctrinados para resignarse a la gobernanza sin rostro del capital financiero y los organismos internacionales.

Trump no propuso un modelo socialista, pero sí puso en jaque el modelo supranacional sin alma ni pueblo.

Recordándoles que Adams Smith, David Ricardo, John Stuar Mill, etc.., teóricos clásicos, favorecieron un capital industrial, diferente al financiero parasitario; sin innovación.

“La soberanía no es una bandera, es una herida abierta cuando otros deciden por ti”, nos recordaría el viejo caminante.

La izquierda, que se suponía defensora de la autodeterminación de los pueblos, hoy defiende más a la ONU que a las naciones; más al FMI que a la moneda nacional; más a los intereses de Bruselas o Davos que a los de su propio electorado.

¿Cómo se explica que sea Trump, antes y después en el gobierno, quien denuncie las trampas de esos “¿Foros de Élite”, mientras los “progresistas” traicionan sus bases, entregan la nación, y piden más regulaciones dictadas desde fuera?

Eso ha hecho que Trump se convierta en un espejo incómodo para la izquierda.

No por sus formas, sino por su efectividad para arrancarle la retórica y disputarles poder a las élites globales.

Ha demostrado, Trump que se puede confrontar el sistema sin caer en el socialismo, que se puede hablar de nación, inmigración y proteger la frontera”, que se puede criticar al capitalismo sin traicionar los valores fundacionales de un país.

“El poder real nunca tiembla ante las pancartas, sino ante quien entiende cómo funciona la máquina”, habría escrito el soñador, con tinta amarga.

La izquierda lo odia porque les recuerda lo que pudo ser y no fue. Que tuvo en sus manos la oportunidad de liderar una transformación verdadera, pero se rindió ante el poder económico, cambió principios por vigencia y revolución por retórica.

¡La gran ironía de nuestro tiempo…!

La historia tiene una forma peculiar de burlarse de los dogmas.

Lo que no logró la izquierda con décadas de discursos encendidos y tratados académicos, lo ha comenzado a hacer un outsider conservador con un lenguaje áspero y una gorra roja.

Donald Trump, sin pretenderlo, ha revelado que la batalla contra el sistema globalista no es propiedad de ninguna ideología: es una causa de los pueblos que aún creen en la soberanía, en el trabajo digno, en la libertad real.

La izquierda, si quiere volver a ser relevante, tendrá que hacer un ejercicio profundo de autocrítica.

Dejar de hablarle solo a las élites culturales y volver a mirar a los ojos del trabajador, del agricultor, del ciudadano olvidado perdido en la pobreza por la globalización. Y quizá, en un acto de humildad histórica, reconocer que el nacionalismo económico, el rechazo al poder supranacional y la defensa del interés nacional no son banderas de la ultraderecha… sino de la dignidad popular.

“La dignidad del pueblo no se discute en universidades, se construye en las calles y en la memoria,” diría la Patria, con voz grave y mirada limpia.

Trump no es un salvador, ni un ideólogo, ni un revolucionario clásico: Es una anomalía del sistema.

Que haya sido Trump quien se convirtiera en ese catalizador es la gran ironía del siglo XXI… y quizás, el mayor fracaso de una izquierda que perdió el rumbo, la causa y el alma, ante los globalistas parásitos y asesinos de conciencias.

“La izquierda debe buscar Mebendazol”. Diría el cienciólogo barrial.

Nada ha terminado….

Estados Unidos, el huésped; está infectado, cuál “Dragòn” con su cola arrastrarás países y, luego China a su tiempo, tendrá hemorragia parasitaria, desde un totalitarismo brutal y vigilante.

En conclusión: Con Trump, y su irrupción hay una lección que nadie debería ignorar: el pueblo está harto, y necesita liderazgos reales, no discursos vacíos….

Al final las preguntas de reflexión.

¿Una izquierda así, dónde llegará?

¿La derecha seguirá llenando los espacios?

¿Ambos paradigmas estarán suprimiendo derechos humanos a favor del orden?

¿La libertad será un concepto abstracto?

A los críticos:

“No vine a ser aplaudido, vine a ser entendido. Y si me entienden, sabrán por qué me quieren silenciar.”

Sobre el autor:

Javier Fuentes es politólogo, escritor y analista internacional. Ha publicado ensayos sobre geopolítica, literatura y teología en medios y foros especializados. Actualmente reside en Nueva York, donde impulsa iniciativas de liderazgo político.

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