La Modernidad nos robó las lágrimas: El desarrollo nos hizoinsensibles

La Modernidad nos robó las lágrimas: El desarrollo nos hizoinsensibles

Por Javier Fuentes
Viví en un barrio de la capital donde la miseria era visible, pero no
monstruosa. La gente dejaba las puertas abiertas, y si alguien sufría un
accidente, los vecinos corrían a ayudar. El borracho del parque era parte
del vecindario, y aunque no tuviera hogar, tenía nombre.

La pobreza no era motivo de vergüenza, y la dignidad no necesitaba
disfraz. Había humanidad en medio de la escasez. Hoy, esa humanidad
parece haberse extraviado.
El desarrollo llegó con promesas de orden, eficiencia y confort. Nos ofreció
seguridad, velocidad, comodidad. Pero a cambio, nos pidió algo más sutil:
nuestra sensibilidad. Y se la dimos. Sin darnos cuenta, comenzamos a

mirar hacia otro lado. A medir el valor de una vida por su utilidad o por su
imagen. La miseria, si es visible, ahora molesta.
Nos acostumbramos a ver cuerpos tirados en las aceras como si fueran
parte del mobiliario urbano. A escuchar gritos en la noche sin asomarnos.
A pasar frente a tragedias con la prisa como excusa. El desarrollo nos hizo
rápidos, pero no más atentos. Nos hizo ocupados, pero no más
comprometidos. Perdimos la pausa sagrada que exige la compasión: esa
capacidad de detenerse y sentir.
Esto no es solo una anécdota de ciudad. Es una advertencia civilizatoria.
Alemania, cuna del pensamiento, del arte, de la filosofía, se convirtió en
el epicentro del horror. El Holocausto no fue obra de ignorantes, sino de
ilustrados sin alma. “La luz en las manos de las tinieblas solo alumbra el
abismo.” El conocimiento sin conciencia perfecciona el crimen.
La tragedia del Jet-Set es el espejo más cruel de nuestra época. Un avión
cae, y lo primero que algunos hacen no es llorar, ayudar o callar. Es
grabar. Es robar. Es subir contenido para ganar likes. La sangre aún tibia
se convierte en contenido. La muerte, en tendencia.
Nos volvimos consumidores de catástrofes, espectadores del sufrimiento,
voyeristas de la desgracia ajena.
“Se alegraban de sus males, repartían sus vestidos, y sobre sus ropas
echaron suertes” (Salmo 22:18).
Lo peor es que ya no nos escandaliza. Ni nos avergüenza. Hay algo roto
en nosotros cuando la empatía necesita filtros para activarse.
El psiquiatra Boris Cyrulnik, testigo del nazismo, diría que hemos
reprimido nuestro trauma colectivo y ahora lo repetimos de forma
disfrazada. Nos anestesiamos para sobrevivir en un mundo cruel, pero
esa anestesia ya no nos deja sentir ni amar. Él insiste en que solo el amor

repara. Pero el amor requiere presencia, requiere escucha, requiere
humanidad. Y eso es justo lo que estamos perdiendo.
Hemos creado ciudades donde la estética es más importante que la ética.
Donde lo que no se muestra no existe. Donde el éxito se mide por
cuántos miran, no por cuánto conmueve.
La cultura del espectáculo nos robó la decencia. Ya no basta con vivir: hay
que transmitirlo. Y en ese juego de apariencias, se nos muere el alma
mientras la imagen se mantiene impecable.
Es cierto que no todo pasado fue mejor. Pero había una cercanía en lo
humano que hoy extrañamos. Había comunidad, aunque fuera precaria.
Hoy tenemos redes, pero no vínculos. Tenemos conexiones, pero no
abrazos. Sabemos mucho, pero entendemos poco. Y esa desconexión es
la raíz de nuestra insensibilidad.
El problema no es el desarrollo, sino su propósito. Desarrollarse sin
corazón es crecer hacia el vacío. Es construir autopistas hacia el abismo.
Es perfeccionar el método para esconder el dolor, en vez de sanarlo.
“Aunque hablen lenguas humanas y angélicas, si no tienen amor, son
como metal que resuena o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13:1).
Lo que debería hacernos mejores, nos está haciendo más fríos.
Debemos preguntarnos: ¿qué clase de sociedad estamos construyendo?
¿Una que avanza sin mirar atrás, sin mirar al lado, sin mirar al otro? ¿O
una que aún se detiene ante el que cae, ante el que llora, ante el que
sufre?
Necesitamos rebelarnos contra la frialdad.
Recuperar la capacidad de estremecernos. Volver a sentir como acto de
resistencia.

Tal vez lo que más necesita el mundo no es más velocidad, ni más
pantallas, ni más algoritmos. Sino más corazones abiertos. Más manos
extendidas. Más ojos que se atrevan a llorar por otro. Más personas
dispuestas a decir: “Esto duele, y no lo voy a ignorar”. Porque cuando la
insensibilidad se normaliza, la barbarie encuentra terreno fértil.
El gran pecado de esta generación no será tanto la maldad de los
perversos, sino el silencio de los insensibles.
“Por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”
(Mateo 24:12).
Ese enfriamiento es el peor síntoma del alma contemporánea. No grita, no
hiere, pero mata. Mata en silencio, por omisión, por inercia. Y mata
mucho.
Hay una urgencia por despertar del letargo. Por volver a ver al otro no
como una molestia o una amenaza, sino como un reflejo de uno mismo.
Por devolverle humanidad a la vida cotidiana. La ética no está en los
discursos, sino en lo cotidiano: en cómo reaccionamos ante el dolor ajeno.
“Llorad con los que lloran” (Romanos 12:15). Y si ya no podemos llorar…
entonces algo en nosotros necesita resucitar.
Que este llamado no quede solo en palabras. Que nos permita mirar hacia
adentro, tocar nuestras fibras más humanas y redescubrir el valor de
sentir.
Porque no hay civilización sin ternura, ni futuro sin compasión. Y porque,
como advirtió una vez alguien el más sabio, “¿de qué le sirve al hombre
ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Marcos 8:36).
Sobre el autor:
Javier Fuentes es politólogo, escritor y analista internacional.

Ha publicado ensayos sobre geopolítica, literatura y profecía bíblica en
medios y foros especializados. Actualmente reside en Nueva York, donde
impulsa iniciativas de liderazgo político entre la diáspora dominicana.

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