Por: Javier Fuentes. Politólogo.
Especialidad en Estudios
Socioeconómicos. Maestría en Derecho y Relaciones Internacionales
Artículo de opinión
Estados Unidos ha lanzado al mundo una señal tan silenciosa como
contundente: un arancel universal del 10% sobre todas las importaciones.
Aunque en apariencia sea una medida técnica, detrás de ella se esconde
una visión estratégica. No es un simple ajuste fiscal, es una
reconfiguración del orden mundial. Washington no solo protege sus
productos; busca recuperar el control global.
El comercio ya no es sinónimo de apertura: ahora es un campo de batalla.
El primer objetivo es claro: repatriar industrias que en las últimas
décadas migraron hacia países de mano de obra barata. Desde la
tecnología hasta la farmacéutica, pasando por la manufactura pesada, se
trata de volver a producir en suelo estadounidense. Un arancel del 10%
hace más costoso importar, por lo que fabricar dentro del país se vuelve
competitivo.
Esto no solo estimula el empleo, sino también la autoestima nacional. En
el fondo, es una restauración del orgullo industrial.
Pero la verdadera obsesión estratégica de Estados Unidos es China.
El gigante asiático se ha convertido en su mayor competidor económico,
tecnológico y militar. Aplicar un arancel universal permite castigar a China
sin violar acuerdos bilaterales específicos.
Las empresas norteamericanas tendrán más incentivos para abandonar
las cadenas de suministro chinas. Es una forma de contención silenciosa:
un muro comercial para frenar el avance de Pekín.
Además, el arancel actúa como un impuesto indirecto y políticamente
rentable. En lugar de subir tributos a sus ciudadanos, el gobierno recauda
al encarecer productos extranjeros. El consumidor paga más, sí, pero no
se le impone un nuevo impuesto directamente visible.
Esto representa miles de millones de dólares adicionales para el Tesoro.
En un contexto de déficit fiscal, es una jugada fiscalmente audaz y
electoralmente astuta.
Con el arancel en mano, Estados Unidos recupera poder de negociación
internacional. Si un país quiere reducir el impacto, tendrá que renegociar
tratados con Washington. Pero esta vez bajo nuevas condiciones, más
exigentes y asimétricas.
El arancel se convierte así en una palanca diplomática.
Es un método de presión revestido de legalidad. Quien desee alivio
comercial, deberá ceder soberanía o acceso estratégico.
El impacto interno también es psicológico: se estimula el consumo
patriótico. Al encarecer lo extranjero, se favorece lo nacional. Esto
reactiva empresas locales y alimenta el discurso del “Made in USA”. En
tiempos de fragmentación política, esta narrativa genera cohesión
simbólica.
El ciudadano siente que protege su país al comprar sus productos. Es más
que economía: es identidad.
La medida, sin embargo, no está exenta de riesgos y contradicciones. Una
subida generalizada de precios generará presión inflacionaria. Lo que
Estados Unidos gana en ingresos puede perderlo en estabilidad
monetaria. Además, industrias que dependen de componentes importados
verán elevar sus costos. No todos los sectores saldrán beneficiados. El
ajuste será desigual y conflictivo.
En el plano internacional, las represalias no tardarán en llegar. Otros
países podrían responder con sus propios aranceles o medidas de
bloqueo. Se debilitaría la Organización Mundial del Comercio. Se
erosionaría aún más el multilateralismo comercial. Volveríamos a una
economía de bloques cerrados y desconfianza sistémica.
La cooperación cedería terreno al proteccionismo: Esto significaría el fin
del orden económico global que nació tras la Segunda Guerra Mundial.
Aquella arquitectura basada en la apertura, la interdependencia y las
reglas comunes sería demolida. Sería reemplazada por una lógica
darwinista: cada país buscando su supervivencia económica. El comercio
ya no como motor de desarrollo conjunto, sino como instrumento de
poder unilateral. Un mundo más frío, más caro y más fragmentado.
Sin embargo, para Estados Unidos, el sacrificio vale la pena. Cree que
esta es la única forma de preservar su supremacía. No se trata solo de
proteger empleos. Se trata de contener rivales, disciplinar aliados y
rediseñar el tablero. El arancel es el nuevo muro de contención. Y el que
controla el comercio, controla el destino.
Este giro económico marca un cambio doctrinal profundo. Estados Unidos
ya no lidera por consenso, sino por imposición. Ya no persuade con
tratados, sino que impone con aranceles. Su soft power cede terreno a
una lógica de poder duro económico. La globalización se repliega, y con
ella, muchas de las certezas que conocimos en las últimas décadas.
El mundo que emergerá será más proteccionista, más volátil y más
desigual. Los países del sur global —dependientes de exportaciones—
serán los más golpeados.
Las economías pequeñas, como las del Caribe, sufrirán una doble
penalización: por fuera del mercado y por dentro de sus fronteras. Para
ellos, el arancel del 10% no es una cifra: es una amenaza existencial.
En definitiva, el arancel universal no es solo una medida técnica. Es un
grito de guerra silencioso.
Estados Unidos está diciendo al mundo: “el orden anterior ha terminado”.
Quiere reconstruir su hegemonía no sobre alianzas, sino sobre
restricciones. Lo que gana es poder. Lo que arriesga es la estabilidad del
sistema que él mismo ayudó a crear. Y está dispuesto a pagar ese precio.